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‘Magallanes’, de Salvador del Solar. No somos libres

Un miembro retirado del Ejército peruano que se gana la vida como taxista reconoce un día en el rostro de una pasajera a la jovencita campesina que muchos años atrás, en plena lucha contra el terrorismo de Sendero Luminoso, él había forzado a convertirse en esclava sexual del coronel de su unidad. Él es Magallanes, el personaje que da título a la película con la que el actor peruano Salvador del Solar acaba de estrenarse como guionista y director, y que es una parábola perfecta de la dificultad de un país socialmente fracturado y racista para alcanzar la reconciliación tras una década de violencia política. Magallanes ya se ha visto en salas de Perú, Chile, Argentina, Brasil, Turquía, México y Suiza; en las próximas semanas llegará a los festivales de Toronto, San Sebastián y Chicago, y acaba de confirmarse que representará al Perú en los próximos Premios Goya. El escritor Renato Cisneros, él mismo autor de una novela que se enfrenta a la memoria del conflicto armado que devastó el Perú de los 80, cuenta en esta crónica su visión de la película y la correspondencia que, a partir de ella, tuvo con Del Solar.

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Escribe RENATO CISNEROS

Es medianoche en Madrid. Un viejo amigo y colega acaba de pedirme por teléfono escribir un texto —este texto— acerca de Magallanes, la película que se ha convertido en suceso e inevitable tema de conversación en Perú. «Tú acabas de estar en Lima, seguro que ya la viste, ¿qué te pareció?», me pregunta, dando por sentado que soy uno de los más de setenta mil espectadores que la han visto desde que fuera puesta en cartelera, hace sólo cuatro semanas. Entonces decido mentir. Como no he visto la cinta pero tampoco quiero perder la oportunidad de escribir sobre un tema que me interesa, le lanzo una serie de infalibles generalidades —«está muy bien narrada», «es un potente thriller dramático», «las actuaciones son estupendas»— mientras voy pensando cómo diablos hacer para conseguir el material. Al colgar, no sé si me avergüenzo o me siento orgulloso.

De pronto recuerdo que Salvador del Solar, el director de Magallanes, es uno de mis contactos en Twitter. No lo conozco personalmente, sólo lo he visto actuar en algunas películas (pienso sobre todo en Pantaleón y las visitadoras, donde hace de un correcto capitán que debe reclutar prostitutas para las tropas del ejército acantonadas en la selva), pero sospecho que nos ubicamos y por eso en la red social nos seguimos mutuamente. Dado el apremio en el que estoy, decido enviarle un mensaje privado preguntándole si existe alguna forma de ver Magallanes en España.

Minutos después, Del Solar me responde favorablemente, con impensada gentileza, adjuntando un link de Vimeo que me lleva a su película, la película que, como decía, es la sensación de estos días, con la que debuta como guionista-realizador; la que en poco tiempo ha inspirado decenas de críticas elogiosas, analíticas columnas en diarios y revistas, debates sociológicos en foros virtuales; y que ya tiene calendarizado su próximo lanzamiento internacional: este setiembre será presentada en los festivales de cine de Toronto y San Sebastián; en octubre se estrenará en el festival de Chicago, donde además competirá en la categoría Nuevos Directores; y en el invierno de 2016 representará al Perú en los Premios Goya, esperando hacerse del trofeo a la Mejor Película Iberoamericana, rubro en el que este año se consagró la argentina Relatos salvajes. Todo eso sin contar que la película ya ha sido vista en salas de Chile, Argentina, Brasil, Turquía, México y Suiza.

Salvador del Solar. © Víctor Idrogo / PUCP.
Salvador del Solar. © Víctor Idrogo / PUCP.

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Hago click en el enlace y las siguientes dos horas las paso frente al ordenador, viendo la historia de Magallanes (el mexicano Damián Alcázar), un ex miembro del ejército que se gana la vida en Lima como taxista. Un día cualquiera reconoce en el rostro de una pasajera a Celina (la peruana Magaly Solier), la «Ñusta», la misma chica a la que muchos años atrás él condujo a la fuerza al campamento militar donde servía, en Ayacucho, para que se convirtiese en esclava sexual del Coronel de la unidad (el argentino Federico Luppi).

Ese momento, cuyo telón de fondo es el atosigante caos de la gran ciudad, desencadena los acontecimientos que vemos a continuación, que se hilvanan dentro de una trama que tiene dos evidentes puntos de inflexión: el intento de Magallanes por redimir su pasado, por liberarse de la culpa que arrastra; y la búsqueda de Celina por escapar de unas sombras dolorosas que creía haber dejado atrás y que le impiden surgir en una sociedad que la rechaza y discrimina. Entre ambas tensiones, como una presencia atemorizante pero a la vez inmóvil, surge el Coronel, ahora convertido en un anciano enfermo de Alzheimer, postrado en una silla de ruedas, perturbado al punto de que confunde a heladeros ambulantes con agentes terroristas.

La cinta de Del Solar marca, antes que nada, su revelación como un director con sensibilidad y discurso. De ahora en adelante nadie podrá catalogarlo únicamente como un sobresaliente actor de cine, teatro y televisión, pues con Magallanes ha fundado una nueva identidad artística y se ha ganado un lugar entre los creadores nacionales más destacados de los últimos años: los hermanos Daniel y Diego Vega (Octubre y El mudo), Rossana Díaz (Viaje a Tombuctú), Javier Fuentes-León (El elefante desaparecido), Josué Méndez (Días de Santiago y Dioses), Baltazar Caravedo y Daniel Higashionna (Perro guardián) y Héctor Gálvez (Paraíso y NN).

Magallanes nos recuerda quiénes somos y en qué nos hemos convertido. Si las obras de arte tienen una finalidad, es precisamente ésa

Lo que hoy vive Del Solar quizá sea la recompensa a cultivar una capacidad propia, no asumida al inicio de su carrera («¿por qué no exploras la dirección?», le sugerían desde hace años varios directores al escuchar sus ideas durante ensayos y rodajes); a estudiar Desarrollo de Guión en Madrid, en 2009, gracias a una beca otorgada por la Fundación Carolina y Casa de América; a invertir provechosamente los cuarentaicinco mil soles en que consistió el premio del Ministerio de Cultura del Perú en 2012, cuando Magallanes era todavía un proyecto; y a tomar decisiones correctas, como optar por el formato de coproducción con Argentina y Colombia, lo que le permitió al equipo a cargo del film no sólo obtener más fondos para la realización, sino apostar por un casting iberoamericano de primerísimo nivel.

Cuando hizo el curso en Madrid, Salvador ya sabía que quería escribir una historia que girase alrededor de un personaje que tuviese las dudas morales así como la urgencia e imposibilidad de redención del ex soldado Magallanes.

«Todo comenzó cuando mi gran amigo y director Aldo Salvini me dijo que había leído La hora azul, la novela de Alonso Cueto que hacía poco había ganado el Premio Herralde de novela. Él quería hacer una versión cinematográfica del libro y pensó que yo debía interpretar a Adrián Ormache, el abogado protagonista. Yo llevaba un tiempo leyendo libros sobre escritura de guión, así como guiones de películas reconocidas por la calidad de sus textos, porque estaba interesado en familiarizarme con el lenguaje escrito para el cine, así que le pedí a Aldo que me dejara intentar escribir el guión y él aceptó», me cuenta Del Solar, vía correo electrónico, desde Bogotá, donde vive desde hace nueve años.

Tres años le tomó perfilar la criatura de ficción que se convertiría en la figura masculina de su ópera prima, y que al final ya no tenía ningún parecido con el abogado de La hora azul pero, curiosamente, sí con un personaje de otra novela del propio Alonso Cueto, La pasajera, que Salvador leyó inmediatamente apenas se enteró de la coincidencia. Es por las azarosas correspondencias entre película y libro que Magallanes ha sido presentada públicamente como una cinta inspirada en La pasajera.

Magaly Solier y Salvador del Solar durante el rodaje de Magallanes. © Daniel Silva Yoshisato / Cometa Images.
Magaly Solier y Salvador del Solar durante el rodaje de Magallanes. © Daniel Silva Yoshisato / Cometa Images.

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Apenas terminé de ver la película en Vimeo me di cuenta de algo: había tres escenas que no dejaban de dar vueltas en mi cabeza. Escenas que con el tiempo, no tengo ninguna duda, se convertirán en marcas del cine peruano.

La primera —la más comentada en Perú porque, de verdad, corta el aliento— muestra a Celina en una comisaría, emplazando a tres hombres, uno de ellos es Magallanes. Esos minutos, que son conmovedores de por sí debido a la energía sísmica desplegada por Magaly Solier, alcanzan un pico notable cuando Celina empieza a hablar en quechua, la lengua originaria del Perú, hablada tan sólo por el 13% de sus habitantes. La escena no lleva subtítulos. No los necesita. Las recriminaciones de Celina, en realidad, no están dirigidas a esos hombres que la escuchan atónitos, sino, en otro nivel de lectura, al Estado, al país y a la historia oficial, acostumbrada a ignorar los derechos de las poblaciones vulnerables y las comunidades minoritarias.

La segunda escena es aquella en la que vemos a Celina no despertar sino huir de un mal sueño, una vieja pesadilla que parece acosarla nuevamente, y luego correr, furiosamente, a través de la noche, para refugiarse en la oscuridad de un cerro, en cuya cima vomitará un llanto sordo y rabioso. Detrás, una Lima encendida, permanece inmune a los lamentos de la joven.

«Subtitular el monólogo en quechua de Magaly Solier hubiera equivalido a colocar un puente que los peruanos no nos hemos tomado la molestia de construir»
—Salvador del Solar

Por último, está la escena de la peluquería. Celina corta el pelo y rasura las barbas de Magallanes y, al hacerlo, va descubriendo en el rostro de ese cliente de su humilde peluquería los gestos áridos de su antiguo captor, uno de los varios hombres de uniforme que la violaron en Ayacucho, un villano conflictuado que daría lo que no tiene por volver el tiempo atrás. Poco a poco vemos la mutación de ambos: Magallanes deja de ser un taxista culposo para transformarse en un criminal irredento que nunca será libre, y Celina abandona el rictus sereno y sus ojos por primera vez son los de una fiera magullada.

Si hay un factor común en esos tres highlights es la ausencia de diálogos, casi de palabras. El espectador no las necesita para emocionarse o para entender lo que está ocurriendo, o para captar la furia y el dolor puestos de manifiesto. Incluso en la escena de la comisaría, quienes no somos quechuahablantes podemos conmovernos y sentir el desgarro de Celina.

«La idea de ese monólogo en quechua surgió a raíz de un ejercicio que le pedí a Magaly Solier durante el casting. Le pedí que preparara un momento íntimo del personaje. Al hacerlo, improvisó en quechua y a mí me quedó claro que la escena de la comisaría debía hacerse así. Tomé la decisión de no subtitularla a pesar del debate que se generó al respecto al interior del equipo. Para mí era muy importante que quienes no hablamos quechua no sepamos con precisión lo que ella dice, aunque lográramos entender la acción general. Eso, en ese momento preciso de la película, tiene un valor específico, un significado que no hace falta subtitular. Subtitular el monólogo, por otra parte, hubiera equivalido a colocar un puente que los peruanos no nos hemos tomado la molestia de construir».

Salvador del Solar y Damián Alcázar durante el rodaje de Magallanes. © Daniel Silva Yoshisato / Cometa Images.
Salvador del Solar y Damián Alcázar durante el rodaje de Magallanes. © Daniel Silva Yoshisato / Cometa Images.

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En el Perú se ha producido un interesante viraje en la forma de contarnos artísticamente el período de violencia política, que tuvo su génesis en la guerra iniciada por Sendero Luminoso contra el Estado y que atizó el país durante las décadas de los ochenta y noventa. En literatura, por ejemplo, si esa época sangrienta antes fue narrada a través de obras de ficción que recibieron en su momento el aplauso de la crítica nacional e internacional —La hora azul, de Alonso Cueto (Premio Herralde 2005), o Abril rojo, de Santiago Roncagliolo (Premio Alfaguara 2006)—, en los últimos tres años ha aparecido una literatura de no ficción, testimonial y antropológica, que ha impuesto una mirada más personal al mismo fenómeno. Títulos como Memorias de un soldado desconocido (2013), del ex cabo, cura y senderista Lurgio Gavilán; y Los rendidos (2015), del historiador José Carlos Agüero, hijo de dos terroristas ejecutados extrajudicialmente, prueban ese cambio de tuerca detectado en las formas narrativas de volver sobre una herida que aún no cierra.

Lo mismo podríamos decir de la escena teatral, que en 2014 se vio removida por el montaje de La cautiva, obra que, sin negar el propósito demente de los subversivos maoístas, abordaba los excesos cometidos por las fuerzas armadas durante esos años violentos desde la óptica de una adolescente ultrajada.

En el cine, Del Solar llega con un propósito similar: hablar ya no de la guerra misma como sí de los efectos psicológicos que la guerra dejó en la colectividad; no de las causas panorámicas, sino de las consecuencias subjetivas; de eso que está grabado, de un modo inmanente, en todos los peruanos de una misma generación, por el puro hecho de haber nacido y crecido y tenido miedo en esos años. Aunque el estribillo del himno nacional asegure que «somos libres», hay traumas puntuales que confirman lo contrario.

Esa apuesta, sin embargo, ha sido criticada por un sector más bien conservador, que ha identificado a Magallanes como una película con agenda política «izquierdosa». A esos reparos, Del Solar contesta por mail: «A mí no me parece una película propagandística o panfletaria en absoluto. Cualquiera que la vea se dará cuenta de que no está diseñada a favor ni en contra de determinada causa o postura política. Sospecho que esas críticas provienen de personas que no la han visto y que seguramente prefieren no verla por el solo hecho de contar la historia de una mujer cuyos derechos fueron violados por integrantes del ejército. Esto no convierte a Magallanes en una película desde-la-izquierda de la misma forma que una historia de víctimas de Sendero Luminoso no sería, por ese solo hecho, una potencial película desde-la-derecha».

Fotograma de Magallanes, de Salvador del Solar. © Daniel Silva Yoshisato / Cometa Images.
Escena de Magallanes, de Salvador del Solar. © Daniel Silva Yoshisato / Cometa Images.

Ciertamente, Magallanes no es una cinta ideologizada, pero en una democracia endeble como la peruana es un artefacto artístico incómodo, no sólo porque toca uno de los nervios más complejos de la sociedad —el pasado, que muchos preferirían no remover—, sino porque aparece en un año preelectoral, es decir, en una coyuntura más susceptible de lo habitual y más predispuesta a enfrascarse en discusiones divisionistas.

«Antes que director de cine, soy un ciudadano hastiado de la ausencia de diálogo provocada por el nivel de polarización política en el que nos encontramos en el Perú, donde no hay diálogo sino una interminable sucesión de soliloquios. Eso coloca en el centro de la atención a los protagonistas del debate y mantiene a las víctimas de la violencia en la oscuridad y el olvido».

Ahora que lo pienso, me quedé corto con todas las mentiras que le dije a mi amigo y colega por teléfono acerca de la película cuando aún no la había visto. Humana antes que política; sensible, nunca sensiblera; y con actuaciones realmente consagratorias, Magallanes nos recuerda quiénes somos y en qué nos hemos convertido. Si las obras de arte tienen una finalidad, es precisamente ésa.

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RENATO CISNEROS (Lima, 1976) es periodista y escritor. Son suyos los poemarios Ritual de los prójimos, Máquina fantasma y Nuevos Poemas Italianos. Ha publicado además las novelas Nunca confíes en mí (Alfaguara, 2011), Raro (Alfaguara, 2012) y La distancia que nos separa (Planeta, 2015). Durante once años escribió para el diario El Comercio. Actualmente firma columnas en La República y colabora con el Grupo RPP. Desde agosto radica en Madrid.

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